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La justicia de los pobres

Mientras el recién designado ministro del Poder Popular para el Servicio Penitenciario anunciaba que se tomarían las medidas para atender los reclamos de la huelga de hambre iniciada en un gran número de cárceles del país, el Comité por los Derechos del Pueblo que agrupa a familiares de personas injustamente detenidas conocía la noticia de que la jueza que llevaba sus casos había sido destituida y que el juicio que ya tenía más de un año en curso tendría que reiniciarse desde cero.

Se trata de la expresión más emblemática de cómo funciona la puerta giratoria del sistema de justicia penal en Venezuela. Algunos cuantos saldrán (debido, en gran parte, a la presión ejercida por los propios presos y sus familiares) pero la mayoría permanecerá atrapada en las redes del grave retardo procesal, al mismo tiempo que nuevas cohortes de presos y presas ingresarán a causa de la manifiesta incapacidad, indiferencia o inercia del sistema penal para detener esa puerta.

La historia de Ramsés, Maikel, Junior, Víctor, Manuel, Farid y Andrés es un reflejo de cómo funciona esa puerta giratoria y hoy queremos contarla una vez más, aclarando eso sí, que cualquier parecido con la realidad de miles de personas recluidas en las cárceles de este país no es pura coincidencia. Es la evidencia de que así es y así quiere seguir siendo este sistema penal.

Estas siete personas que no se conocían entre sí antes de ser detenidas (a excepción de Maikel, Junior y Víctor, que son hermanos) tienen una característica común: son hombres pobres, en su mayoría jóvenes que viven en barrios populares de Caracas; es decir, tienen el perfil requerido para ser captados por un sistema penal cuyo fin es reproducir la desigualdad y la exclusión. Fueron detenidos a mediados de 2021, en días y lugares diferentes, por distintos cuerpos de seguridad durante el operativo denominado Gran Cacique Guaicaipuro que transcurría, valgan las coincidencias, en el marco de un proceso electoral para elegir gobernaciones y alcaldías. La legitimidad del Estado para hacer frente a las bandas delictivas que azotaban en ese momento a varios sectores de Caracas, no se discute. Lo que sí se pone en cuestión es la forma en que se llevó a cabo.

Las actas policiales de estos siete hombres fueron forjadas (la totalidad de ellas fueron redactadas y firmadas por funcionarios distintos a lo que realizaron la aprehensión), vinculándolos entre sí y dando pie al injusto proceso judicial que hoy viven. Las pruebas con las que fueron imputados y posteriormente acusados fueron sembradas, una práctica recurrente y hartamente denunciada de los cuerpos policiales, que se alienta dada la necesidad de las autoridades de mostrar resultados. Los siete fueron incomunicados, algunos de ellos sufrieron malos tratos y fueron presentados ante los tribunales de Control sin que sus familiares tuviesen información de los delitos que se les imputaban y sin tener acceso a una adecuada defensa técnica (los defensores públicos que los asistieron se limitaron a indicarles que permanecieran callados) ni al expediente. Los delitos imputados por el Ministerio Público fueron terrorismo, asociación para delinquir y tráfico de armas, una receta que los fiscales suelen poner en práctica dado que, a pesar de que son delitos que requieren una base probatoria concluyente (que en una gran cantidad de casos no existe), estos tipos penales no admiten el juzgamiento en libertad y concretan el afán punitivo con que el Estado pretende mostrar los mejores resultados en la lucha contra la delincuencia, la que solo alcanza a los pobres.

La audiencia preliminar en la que se les pasó a juicio (a pesar de la falta de pruebas) tuvo lugar a finales de octubre de 2021. La apertura del juicio ocurrió un año y siete meses después de realizada la audiencia preliminar, en abril de 2023. El juicio ha transcurrido de manera muy lenta, debido a que los funcionarios actuantes (únicos órganos de prueba con los que cuenta el Ministerio Público en su acusación) no comparecen y cuando lo hacen, dejan en evidencia su falta de conocimiento sobre los hechos que están siendo juzgados. En esos 14 meses de juicio, más de 30 audiencias fueron convocadas, de las cuales en solo siete se presentaron órganos de prueba. El resto fueron diferidas por falta de traslado o despacho; o se declararon incidencias por incomparecencia de los órganos de prueba. Por motivos de salud de la jueza, el juicio estuvo detenido durante 4 meses.

Ahora, por razones que se desconocen, la jueza del caso ha sido destituida. Lo poco avanzado durante el juicio debe reiniciarse desde cero, en lo que puede calificarse como una absurda e incomprensible disposición procesal. ¿Es que no importan las vidas de estos siete hombres, de sus familiares y de las decenas de miles de personas que se encuentran en esa misma situación? Está claro que no.

El grado de indefensión jurídica frente a este nuevo retardo es desesperanzador. Ninguno de sus defensores públicos (recordemos que estos siete hombres son pobres y no tienen la posibilidad de pagar una defensa privada) se ha comunicado con ellos o con sus familiares para informar las implicaciones de esta nueva situación y los pasos a seguir. Sabemos que la excesiva carga de trabajo de las y los defensores públicos funciona como argumento explicativo de su inacción (“hay que esperar”, suele ser su frase más utilizada); aunque de vez en cuando sí se produzca una inesperada llamada de algún defensor solicitando que se llene alguna evaluación favorable a su actuación.

Julio García Zerpa, el nuevo ministro, fue designado para apagar el fuego que significó la imprevista huelga de hambre que iniciaron presos y presas de diferentes penales y centros de detención preventiva, en plena campaña electoral. Seguramente tendrá la mejor disposición y voluntad para enfrentar esta tarea. Sin embargo, como lo refleja esta historia de la vida real, poco se logrará si sigue sin comprenderse que ese fuego no se apagará mientras esté activo el incendio provocado que abrasa a todo el sistema penal. La huelga se levantó, pero las causas que la originaron siguen intactas.

Mientras tanto, Ramsés, Maikel, Junior, Manuel, Farid y Andrés siguen allí atrapados en la puerta giratoria que no se abre para ellos, en indignas condiciones de reclusión, perdiendo años valiosos de sus vidas. A Víctor, un chamo menor de edad al momento de su detención, esa máquina trituradora de pobres que es el sistema penal (de esos pobres a los que hoy desesperadamente piden el voto), lo condenó temprano. Quizás por aquello de que mientras más temprano, mejor.   

Ana Barrios

Colectivo DDHH Surgentes

18.06.24

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